Crecimiento inducido I

Lámina 93. Plano de Monterrey en 1846. (Encicloregia).
Plano poco conocido de la ciudad de Monterrey localizado
en los acervos del Archivo General de la Nación.
El núcleo urbano se extendía hacia el poniente hasta
El Obispado, pero al norte apenas rebasaba el río Santa Lucía.
Se puede apreciar también la Ciudadela
 antes del ataque norteamericano el 21 de septiembre de 1846.
Sabemos que después de la guerra de Independencia, guerra que fue consecuencia de las ideas sociales y políticas de los nuevos tiempos,1 el Cabildo de Monterrey comisionó en 1842 a William Still el trazo de un ensanche para la ciudad. Se supone que éste habría elaborado su plano a partir de lo trazado por Crouzet medio siglo antes, que había comenzado a ocuparse como muestra el plano de la ciudad de 1846, pero su documento no ha podido encontrarse en los archivos municipales.

De cualquier forma se considera que el plano de Still fue utilizado algunos años después por el topógrafo Isidoro Epstein, quien en 1864 lleva a cabo la propuesta que sirvió de ensanche para la ciudad, y que ambos planos extenderían el trazo inconcluso de Crouzet, no solo al norte de núcleo urbano, sino hasta aproximadamente la mitad del área que comprendían los ejidos.

Lámina 94. Detalle del plano de Isidoro Epstein de 1865.
(Encicloregia). La ciudad inicial había iniciado
su crecimiento y organización mediante una trama regular.
No contamos con información que pudiera validar la posibilidad de que para la propuesta, Epstein hubiera utilizado modelos urbanos profesionales como el haussmaniano, o como el de los recientes ensanches españoles. La trama urbana resultante carece de intencionalidad formal y de elementos urbanos con peso suficiente para singularizar alguno de los trazados. Tampoco parece que anticipara propuestas de movilidad o previsiones para crecimiento por inmigración, más allá de las relativas a la escala urbana pre-existente. Señalaba algunos elementos, sobresalientes en la trama reciente, mucho más ordenada que la inicial, como la Alameda, que duplicaba el tamaño de la existente, la Ciudadela que había sido construida aprovechando la alguna vez pretendida catedral de la ciudad, la Plaza de la Purísima y el curso de Los Ojos de Agua de Santa Lucía. Llaman la atención los trazos de los repuebles, sobre todo el del sur que ahora es la Colonia Independencia, y las posiciones de canales y caminos alrededor de la ciudad. A pesar de que el nuevo trazado doblaba el espacio urbano existente, nada hacía sospechar la inminente trasformación que iniciaría por la conjunción de las iniciativas públicas y particulares del siglo XIX2 .

Lámina 95. Detalle del plano de Monterrey de 1894.
(Encicloregia). La ciudad colma la trama de Epstein.
Destaca la transformación debida a las obras del Gral. Reyes.
Será el gobernador y general Bernardo Reyes, el gran promotor del desarrollo urbano, cuyas primeras obras fueron el Puente Juárez (para cruzar el río Santa Lucía) y la Penitenciaría. Él introdujo algunas referencias explicitas de trazado dentro de la trama: las avenidas Unión y Progreso, llamadas antes Urbano Cantú y Leandro Valle (militares que lucharon contra la intervención francesa); pues buscaban algo más que la ordenación de los edificios de las estaciones de las líneas de ferrocarril, del cuartel militar y sus vecinos recientemente llegados: las fábricas e industrias, convocadas para asegurar la nueva vocación de la ciudad. Con ellas nacían las dos vialidades más destacadas del núcleo de finales del siglo XIX.

Lámina 96. Plano de Monterrey de 1901. (Encicloregia).
La ciudad crece hacia el norte y el sur conforme a la trama prevista
por Epstein, y se manifiesta ya la transformación industrial al norte,
junto con la incipiente red ferroviaria municipal.
La Avenida Unión al poniente tenía como remate la Plaza de Armas, junto a los Cuarteles. En 1925 la avenida se amplió y extendió hasta los límites del Repueble. Hoy la conocemos como Calzada Madero y estamos todavía a tiempo de llevar a cabo su rescate.
Lámina 97. Monterrey a principios del siglo XX.
Ave. Juárez, al fondo el antiguo Santuario del Roble.
Lámina 98. Monterrey a principios del siglo XX.
Ave. Morelos antes llamada del Comercio.
Con el general Reyes, la ciudad recibe la iniciativa del contrapeso público requerido por el dinamismo privado, a la vez que consigue el establecimiento del orden político que lo permitió. Las obras públicas se multiplican: el depósito de agua de Guadalupe se inaugura en 1881 en la ladera de la Loma Larga y la primera línea de drenaje sanitario en 1903. El Casino de Monterrey abre sus puertas en 1887, será luego ampliado y remodelado por Giles en 1905. El Palacio de Gobierno se construye entre 1895 y 1908, la Logia de los masones en 1905.

Lámina 99. Plano de Monterrey 1908.
Plano del primer cuadro de la ciudad que nos muestra
el surgimiento de las plazas para el paseo dominguero,
la trayectoria de los ojos de agua
 de Santa Lucía, y los vados que comunicaban
al popular barrio de San Lusito con el centro
de Monterrey.  (Encicloregia).
En 1907 Amado Fernández Muguerza hace el primer catálogo de edificios que se integrarían al patrimonio arquitectónico e histórico de la ciudad, incluye, anticipándose a los tiempos actuales, algunas edificaciones industriales.

Las fiestas del centenario de la independencia son testimoniadas desde la clave de un Arco de Triunfo por el Ángel que libera la Patria de las cadenas de la opresión extranjera, justo en la intersección de Unión y Progreso, anticipadas referencias de la vialidad metropolitana, pero a la vez, autoritariamente desarticuladas del núcleo espacial propio del quehacer ciudadano diario; preconizan así el fin de la ‘Pax Porfiriana’, y también la nueva era de inestabilidad política y sufrimiento social que continuará un cuarto de siglo. Hoy todavía se padecen serios problemas de conectividad al interior de la expansión de la trama original, muchos son consecuencia de la falta de concertación permanente.

Lámina 100. Plano de Monterrey de 1905. (Encicloregia).
El centro de la ciudad se configura y la trama urbana
 absorbe el río Santa Lucía, reducido a la posición de
 los ojos de agua de la calle de Zaragoza.

Lámina 101. Imagen del centro de Monterrey
a principios del siglo XX. En primer plano el antiguo
Palacio Municipal  y al fondo a la izquierda
 el antiguo Mercado de Colón localizado
en Ave. Juárez entre Padre Mier y Morelos.
Con la inestabilidad revolucionaria, de nuevo el desarrollo urbano se omite de la lista de prioridades. De haberse realizado adecuadamente algún planeamiento, se podría haber favorecido la sectorización homogénea del interior del casco urbano central, y también la implementación de su densificación y diversificación funcional junto con la consiguiente revisión del sistema vial. Pero la forma de promocionarlo nunca se planeó adecuadamente: la expansión solo sucedió como consecuencia del crecimiento, que en buena medida también había sido inducido por el general Reyes al establecer una exención especial de impuestos para fomentar la construcción en las zonas despobladas del ensanche al norte del centro de la ciudad. La exención se conseguía cumpliendo una cuota de inversión mínima de 8 mil pesos.





[1] ‘La guerra se pudo evitar. Es un hecho que a la luz de la historia del derecho, de la política y de las ideas, resulta incontrastable. El problema fue que la economía y los interese comerciales primaron sobre las razones de justicia. La modernidad, en este sentido, cobró su precio de sangre… En efecto, ya el simple cambio de denominación de reinos por colonias –utilizados en el siglo XVIII en vísperas del surgimiento de los imperios coloniales para referirse a los diversos territorios de esa inmensa monarquía católica– supuso una grave afrenta para los criollos quienes reclamaban para sus respectivos territorios una autonomía política fruto de su propia madurez, de su trabajo, de su cultura y, sobre todo, de su riqueza… A todo lo cual se unió la formación de un incipiente sentido de identidad que los llevó a diferenciarse de los peninsulares y otros habitantes y pueblos de la América española, si bien no fueran capaces de delimitar con exactitud y certeza los límites geográficos de los territorios sobre los cuales ejercieran el pretendido y deseado gobierno autónomo… La vieja ‘’constitución política’’ establecida por los gobiernos de la dinastía austriaca, sobre todo por Carlos I y Felipe II, -y que Fray Servando Teresa de Mier creyó encontrar en la Recopilación de las Leyes de Indias– sufrió una seria y radical transformación bajo los reinados de los monarcas borbónicos, más interesados en un gobierno centralizado y vertical que les brindara óptimos resultados fiscales y comerciales para financiar las graves necesidades de la Península, sobre todo las militares… La Iglesia, los grandes propietarios, los cabildos de indios y de españoles, las corporaciones, todos continuaron siendo generosos a la hora de aportar recursos para salvar a una monarquía que luchó por su independencia frente a Napoleón a partir de 1808. Pero la corona no comprendió los deseos de autonomía de los americanos, ni le importó proyectar invadir Portugal para repartirse su territorio con el propio Napoleón… Aquella generosidad había quedado de manifiesto en la actitud novohispana frente a la promulgación de la tristemente célebre Cédula real de consolidación de vales regios que tanto daño causó a la economía de la Nueva España.’ Del Arenal Fenochio, Jaime. Independencia, una guerra que se pudo evitar. Istmo, año 52, número 310, septiembre-octubre, 2010. Pág. 53, párr. 5-7, pág. 54, párr. 1-3, 5 y 6.
[2] ‘La conversión de la ciudad material en objeto de saber histórico ha sido provocada por la transformación del espacio urbano consecutiva a la revolución industrial: trastorno traumático del medio tradicional, emergencia de otras escalas viales y parcelarias… Pero oponer las ciudades del pasado a la ciudad del presente no significa querer conservar las primeras. La historia de las doctrinas del urbanismo y de sus aplicaciones concretas no se confunde en absoluto con la invención del patrimonio urbano histórico y con la de su protección. Las dos aventuras son, no obstante, solidarias. Tanto si el urbanismo se dedica a destruir los conjuntos urbanos antiguos como si intenta preservarlos, las formaciones antiguas adquieren su identidad conceptual transformándose en obstáculos para el libre desarrollo de las nuevas formas de organización del espacio urbano’. Choay, Françoise, Alegoría del Patrimonio, Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2007. Pág. 164, párr. 3 a 5.

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