La reordenación de la metrópolis. La regulación del crecimiento

MAYO 2017

En el artículo de METROPOLISREGIA.COM de abril pasado se decía que el desorden del planeamiento de Monterrey se introdujo después de la desamortización de las propiedades municipales, que fueron privatizadas sin una regulación urbanística adecuada. Así que, la espaciosa llanura que rodeaba la ciudad se urbanizó sin prever ni la estructura vial ni la disposición funcional y los equipamientos colectivos necesarios para alojar las nuevas actividades productivas y el aumento de la población. La implantación del ferrocarril y los sistemas de telecomunicaciones, de las zonas industriales y residenciales, se produjo sin condicionar los intereses de la propiedad, en consonancia con la legislación liberal del país del siglo XIX.

Ahora bien, la falta o insuficiencia regulatoria del planeamiento no fue exclusiva del desarrollo de Monterrey, sino una circunstancia que, aparte de haber sido habitual en las ciudades mexicanas, acompañó de una u otra forma la urbanización de las grandes regiones industrializadas. Por eso, el artículo de mayo de METROPOLISREGIA inicia con una descripción de la transformación de las ciudades durante el siglo XX, después profundiza en el contexto normativo del desarrollo de las ciudades mexicanas, que no contaron con herramientas suficientes para el crecimiento ordenado, y concluye apuntando algunos datos de la conurbación regiomontana anticipando los temas que serán tratados en los siguientes artículos.

LA TRANSFORMACIÓN DE LA CIUDAD DISPERSA DURANTE EL SIGLO XX

El desarrollo científico y técnico característico de la Edad Moderna confrontó la conformación tradicional de la ciudad. La ordenación de los componentes de la ciudad medieval, que se había constituido por un ejercicio de contextualización geográfica y geométrica en el marco sociocultural propio, quedó sujeta a un proceso radical de racionalización, que ha venido revisándose posteriormente. La transformación enfatizó inicialmente la geometría de la estructura de circulaciones y la disposición funcional de los elementos, plasmándola en proyectos de remodelación y expansión hasta colmar los límites preestablecidos de la ciudad. Por eso, una vez que la higiene dejó de ser un obstáculo y los sistemas de producción en serie potenciaron la economía, que los de locomoción mecánica permitieron la expansión urbana y las tipologías edificatorias la diversificación de la vivienda, los asentamientos primero se compactaron y después se desdoblaron, incorporando el crecimiento como uno más y en muchos casos el más importante de los factores económicos del desarrollo regional.1

Pero, ya en el siglo XX, el ciclo económico del crecimiento urbano retroalimentado con el aumento de la población provocó además de la dispersión geográfica “cambios importantes en las estructuras urbanas. Cambios en las funciones, en los sistemas de transporte y comunicación (…), en la morfología”2; a tal grado, que las diferencias entre las ciudades grandes y las pequeñas parecían insalvables, porque “está ampliamente reconocido que las grandes ciudades son las áreas de la innovación, del desarrollo industrial, y de la concentración de servicios especializados. En ellas se reúne la mayor cantidad de empleos, especialmente los más intensivos en conocimiento”3; mientras que las pequeñas difícilmente podían salir del estancamiento.

Sin embargo, el desarrollo técnico y el de las telecomunicaciones dieron un vuelco a las diferencias, estableciendo una cierta compatibilidad funcional a pesar de las diferencias tipológicas. Horacio Capel (1941- ) ha afirmado recientemente que “uno de los hechos más significativos que se han producido durante la segunda mitad del siglo XX ha sido la extensión de la urbanización y, sobre todo, la difusión de pautas de comportamientos y valores que antes se vinculaban predominantemente a lo urbano, lo que ha dado lugar a la difuminación de la antigua separación entre ciudad y campo”4. Por esto, “en las últimas décadas se han producido, al mismo tiempo, la extensión y la reestructuración de las áreas metropolitanas”5. “Ha habido una expansión de las periferias urbanas, con formas diversas de baja densidad (‘ciudad dispersa’, con viviendas unifamiliares aisladas o adosadas) y con diferentes tipologías. La congestión de las grandes áreas metropolitanas generó, desde la década de los años sesenta, impulsos para la creación de nuevas centralidades periféricas, con mayores facilidades de acceso por autopista que el mismo centro de la ciudad. Las regiones urbanas han pasado a caracterizarse por la existencia de centralidades múltiples”6.

Analicemos teóricamente este proceso, aunque sea a grandes rasgos. Al final de la década de 1920, Marcel Poëte (1866-1950) consideraba que los avances técnicos habían causado la diferenciación tipológica de las ciudades. Porque, según explicaba, “la concentración urbana está vinculada a la posibilidad de que la gente pueda vivir reunida en un mismo punto; se va incrementando con el desarrollo de los recursos terrestres y con el perfeccionamiento de los medios de transporte. Así pues, la gran ciudad, en el sentido actual de la expresión, es, en definitiva, fruto de los progresos de la ciencia. (…) Entre una ciudad grande y una pequeña no existe tanto una diferencia de grado como una diferencia de tipo”7. La distinción misma señalaba cómo acortar las distancias: consolidando la configuración técnica las ciudades independientemente de sus dimensiones. Si bien, a nuestro entender, quedaba por determinar las condiciones de los componentes funcionales, los parámetros de la relación geográfica y geométrica, y sobre todo, la conformación del marco sociocultural que pudieran compartir unas y otras.

Sin embargo, después de la década de 1970, la diferenciación tipológica parecía poder zanjarse por otro camino, partiendo una interpretación holística8 del desarrollo urbano y regional, que fuera respetuosa de los condicionantes geográficos (amigable con el medio ambiente). Olivier Dollfus (1931-2005), geógrafo francés que profundizó en la conceptualización de la globalización, a la que consideraba solo como el intercambio generalizado entre las diferentes regiones del mundo y no la consolidación mercantil de todas, aseguraba que “el cambio de escala implica un cambio de naturaleza”9. Aunque resulta difícil precisar las características de su evolución urbanística, la ciudad difusa del siglo XX de la que habla Horacio Capel, podría comprenderse mejor como un conjunto de partes que tienden a complementarse funcionalmente, más que como la agregación de entidades individuales y autónomas.

Así que, como hemos dejado asentado en los artículos anteriores, la respuesta técnica a la generalización de la dispersión que ha venido afectando tanto a las ciudades compactas como a las extensas, comportaría el desarrollo de un modelo de planeamiento diferente, que armonizara las actuaciones en cada una de las partes y, al mismo tiempo, en las diferentes escalas de la geografía. En un proceso en el que ésta determinara las condiciones de sostenibilidad del crecimiento urbano.
Pasemos al segundo de los temas de este artículo, la descripción del contexto normativo de la configuración de las grandes ciudades mexicanas.

EL CONTEXTO REGULATORIO MEXICANO. EL CASO DE MONTERREY

A diferencia del contexto más o menos desregulado del planeamiento de las metrópolis europeas y norteamericanas, el de las grandes ciudades de México ha sido caótico, en tanto que los responsables del ordenamiento han actuado en paralelo, cuando no divergentemente. En primer lugar sabemos que el contexto normativo al que podía referirse el planeamiento mexicano contaba en sus inicios solo con la Ley sobre Planeación General de la República (DOF 12/07/1930). Y, que dicha ley reservaba las inversiones del ámbito federal a la infraestructura estratégica, para desarrollar “la potencialidad productiva de las diferentes zonas del país, [sin] referencia al papel de los niveles estatal y municipal ni mecanismos de actuación intergubernamental en el ordenamiento territorial”10. Tampoco establecía el marco conceptual para el desarrollo de los equipamientos colectivos de las ciudades ni el de la participación de la iniciativa privada.

Así que, durante las décadas de 1930 y 1940, las actuaciones del gobierno se concentraron más o menos arbitrariamente en el equipamiento educativo y de salud, en las infraestructuras de comunicaciones y transporte y en la promoción general del desarrollo agrícola e industrial del país; mientras los particulares gestionaban por su cuenta los componentes urbanos destinados a la producción y la vivienda, al comercio y el entretenimiento. Al final de la siguiente década, se “hizo énfasis en la creación de las condiciones necesarias para la industrialización y su adecuada distribución territorial (…), [en] la necesidad de establecer una coordinación de las actividades de este nivel de gobierno con las de los gobiernos estatales y municipales, (…) que no pasó de ser una declaración de buenas intenciones”11.

Aunque durante la década de 1960 se incorporó la planeación como herramienta fundamental para la producción y equipamiento del espacio público, y se aprovecharon las fuentes de financiamiento internacional existentes, se excluyó todavía la participación estatal y municipal. Pero, al final la década siguiente se constituyó la Comisión Nacional de Desarrollo Urbano, que determinó la concurrencia y coordinación de los tres niveles de gobierno en “la elaboración y dirección de la política general de asentamientos humanos del país, la planeación de la distribución de la población y la ordenación del territorio nacional, así como la formulación y conducción de los programas de vivienda y de urbanismo”12.

No obstante lo determinado finalmente por la legislación, no se ha logrado aún ni la congruencia ni la concertación normativa del planeamiento. Paul García Castañeda explica que “los planes y políticas de descentralización no han correspondido a una acción prospectiva sustentada en un proyecto de organización territorial preestablecido. Más bien han sido respuestas limitadas y tardías a hechos consumados y procesos en marcha (…). La sucesión de planes de desarrollo urbano no ejecutados –sus revisiones constantes, las obras planeadas no realizadas, o las ejecutadas no planeadas, cuya prioridad se modifica o quedan inconclusas-, o los cambios repentinos de rumbo en la política global y urbana (…) generan nuevas contradicciones y problemas (…). El manejo discrecional de la regulación urbana y las políticas autoritarias y sin sujeción a los planes de dotación de infraestructura y servicios han permitido o impulsado un crecimiento extensivo, disperso y anárquico de los centros urbanos que depreda la tierra agrícola y los recursos naturales, eleva los costos sociales de dotación de infraestructura y equipamiento urbanos, incrementa el tiempo y costo del transporte y multiplica las fuentes móviles y fijas de contaminación ambiental”13.

Como consecuencia, “la incoherencia de las acciones estatales en la aplicación de las normas de crecimiento urbano y de manejo de los usos del suelo ha privilegiado a los agentes empresariales, a las empresas constructoras ligadas al aparato gubernamental, a los especuladores inmobiliarios (…), relegando las necesidades de la mayoría de la población. La desregulación y la entrega del crecimiento urbano al libre juego de las fuerzas del mercado, (…) amenaza con agravar estas tendencias y penalizar más a los sectores populares”14.

La conurbación regiomontana, por su parte, comprueba lo anterior. Ya que, si durante la primera mitad del siglo XX careció de un proyecto urbano, una vez que lo tuvo, ha faltado la coherencia del control normativo y administrativo; mientras que la metrópolis experimentaba las adecuaciones funcionales y una expansión, debida principalmente al incremento demográfico. Monterrey tenía más de 60,000 habitantes en 1900, pero la población aumentó a poco menos de 140,000 en 1930, a casi 340,000 en 1950 y a 860,000 en 1970. En ese año, el Área Metropolitana de Monterrey (AMM) sumaba ya alrededor de 1’500,000 habitantes, que en 2005 pasaron de 3’500,000; más del 85% de la población total del estado de Nuevo León se había concentrado en la capital y los municipios conurbados (Fig. 0517-1).

Aunque pocas, las previsiones de los primeros planos de Monterrey (Crouset, 1794 y Epstein, 1865) eran suficientes para la escala de la ciudad preindustrial y solo competencia de la autoridad municipal. Pero, una vez conformado el motor económico industrial, al final de la década de 1930 la urbanización industrial y residencial alcanzaba los municipios vecinos, por lo que era necesario coordinar las acciones de los diferentes niveles de gobierno y los particulares. Como ha comentado Roberto García Ortega: “Monterrey empieza su acelerada expansión urbana no planificada en forma de ‘mancha de aceite’, siguiendo la instalación de las grandes industrias sobre los ejes de los ferrocarriles y carreteras en construcción; al norte, poniente y oriente del viajo casco urbano”15.

No obstante los esfuerzos de las instituciones públicas y profesionales, la dispersión urbana ha seguido fuera de control. La región metropolitana de Monterrey suma casi 4’000,000 de habitantes y alcanza una superficie urbanizada de más de 6,300 km2. El remedio al deterioro medioambiental y el desorden urbano son inaplazables, como se ha insistido recientemente entre los especialistas y los medios de comunicación social (Fig. 0517-2). Así que, de estos temas se tratará en los siguientes artículos.

Figura 0517-1. Plano del Área Metropolitana de Monterrey 1930-1984. Roberto García Ortega y Andrea Martínez de Hernández. El documento señala la evolución física de la mancha urbana entre 1900 y 1984. Documentos de la Secretaría de Asentamientos Humanos y Planificación del Gobierno del Estado de Nuevo León

Figura 0517-2. Mapa Base del Área Metropolitana de Monterrey. Plano de la mancha urbana de Monterrey actual. Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM) y del Centro de Desarrollo Metropolitano y Territorial (CEDEM)





1. El primer ejemplo de expansión ordenada, quizá el más interesante del siglo XIX, fue el Ensanche de Barcelona que proyectó Ildefonso Cerdà en 1860
 2. Horacio CAPEL, Las pequeñas ciudades en la urbanización generalizada y ante la crisis global, en Investigaciones Geográficas, Boletín del instituto de Geografía, UNAM. Número 70, 2009. Pág. 10, col. 2, párr. 3
 3. Ibídem. Pág. 10, col. 1, párr. 4 a col. 2, párr. 1
4. Ibídem. Pág. 9, col. 1, párr. 3 y 4
5. Ibídem. Pág. 10, col. 2, párr. 3
6. Ibídem. Pág. 11, col. 1, párr. 2
7. Marcel POËTE, Introducción al urbanismo. La evolución de las ciudades: la lección de la Antigüedad. Fundación Caja de Arquitectos. Barcelona, 2011. Pág. 32, párr. 2
8.  Holismo es una doctrina filosófica que propugna la concepción de cada realidad como un todo distinto de las partes que lo componen
9. Naturaleza, según el Diccionario de la lengua española, puede ser entendida como principio generador del desarrollo armónico y la plenitud de cada ser, en cuanto tal ser, siguiendo su propia e independiente evolución
10. Paul GARCÍA CASTAÑEDA, Estado, Planeación y Territorio en México, en María A. CASTRILLO ROMÓN y Jorge GONZÁLEZ-ARAGÓN CASTELLANOS, Planificación Territorial y Urbana. Investigaciones en México y España. Universidad de Valladolid, Universidad Autónoma Metropolitana, 2006. Pág. 47, párr. 5 y 6
11. Ibídem. Pág. 48, párr. 3 a 5 
12. Decreto por el que se crea la Comisión Nacional de Desarrollo Urbano. Diario Oficial de Federación del 16 de junio de 1977
13. Paul GARCÍA CASTAÑEDA, Estado, Planeación y Territorio en México, en María A. CASTRILLO ROMÓN y Jorge GONZÁLEZ-ARAGÓN CASTELLANOS, Planificación Territorial y Urbana. Investigaciones en México y España. Universidad de Valladolid, Universidad Autónoma Metropolitana, 2006. Pág. 52, párr. 1 y 3, y pág. 53, párr. 1
14. Ibídem. Pág. 53, párr. 2
15. Roberto GARCÍA ORTEGA, La conformación del Área Metropolitana de Monterrey y su problemática urbana.  Monterrey, 1984. Pág. 101, párr. 1

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